lunes, 29 de septiembre de 2014

جهاد ¡Yihad! جهاد

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 De Por qué no soy musulmán, de Ibn Warraq
(Capítulo 6: Imperialismo árabe, colonialismo islámico)

En ninguna otra parte es más evidente la naturaleza totalitaria del islam que en el concepto de jihad, la guerra sagrada, cuyo objetivo último es conquistar el mundo entero y someterlo a la única fe verdadera, a la ley de Alá. Sólo el islam posee la verdad, de modo que no hay salvación posible fuera de él. Y todos los musulmanes tienen el deber sagrado — un deber religioso establecido en el Corán y las tradiciones — de llevar el islam a toda la humanidad. La jihad es una institución divina, impuesta especialmente para extender el islam. Los musulmanes deben poner todo su empeño en combatir y matar en nombre de Dios:

Sura 9.5-6: «Matad allí donde los encontréis a quienes ponen a otros dioses junto a Allāh.»

Sura 4.76: «Aquellos que creen luchan por la causa de
Allāh.»

Sura 8.12: «Infundiré terror en el corazón de los infieles, les cortaré la cabeza y les mutilaré todos los dedos.»

Sura 8.39-42: «Decid a los infieles que, si abandonan su descreimiento, se les perdonará el pasado; ¡pero, si reinciden en ello, sufrirán el destino de los antiguos! Luchad, pues, con ellos hasta que no haya más disensión ni más religión que la de
Allāh

Sura 2.256: «Pero aquellos que creen y que dejan su tierra para ir a combatir por la causa de
Allāh pueden esperar la misericordia divina. Y Allāh es clemente y misericordioso.»

Rehuir la batalla contra los no creyentes es un gravísimo pecado para un musulmán: quienes lo hagan arderán en el infierno:
 

Sura 8.15-16: «Creyentes, cuando os encontréis con no creyentes, preparaos para la batalla y no les volváis la espalda. [Quien esto haga] incurrirá en la ira de Allāh y el infierno será su morada, en verdad una horrenda morada.»

Sura 9.39: «Si no lucháis, Él os castigará severamente y pondrá a otros en vuestro lugar.»

Quienes mueran luchando por la única religión verdadera, el islam, serán generosamente recompensados en la vida futura:

Sura 4.74: «Que combatan por la causa de
Allāh quienes truecan la vida en este mundo por la que vendrá; pues a quien lucha en la senda de Allāh, ya sea que muera o triunfe, le daremos una generosa recompensa.»

En los versos arriba citados queda suficientemente claro que no se habla de batallas metafóricas ni de cruzadas morales, sino del campo de batalla. Y resulta perturbador leer órdenes tan sanguinarias en un libro sagrado.
La humanidad se divide entre musulmanes y no musulmanes. Los musulmanes son los miembros de la comunidad islámica, la umma, que posee el Dar ai-Islam, la tierra del islam, donde rigen todos los edictos islámicos. Los no musulmanes son los harbi, la gente de Dar al-Harb, la tierra de la guerra, a la que pertenecen todos los países de los infieles que no se han sometido al islam pero que, no obstante, están destinados a quedar bajo jurisdicción islámica, ya sea por conversión o por la guerra. En el Dar al-Harb se permite cualquier acción de guerra.

Una vez que se ha sojuzgado a Dar al-Harb, los harbi se convierten en prisioneros de guerra. El imán — sacerdote musulmán que dirige la oración de los fieles en la mezquita — puede disponer entonces de ellos según dicten las circunstancias. ¡Ay de la ciudad que resista y sea tomada por asalto! Pues en este caso sus habitantes no tienen derecho alguno y, como dice sir Steven Runciman en The Fall of Constantinople, 1453 [La caída de Constantinopla, 1453]:

El ejército conquistador tiene permiso para tres días de pillaje ilimitado; y los antiguos lugares de adoración, al igual que todos los demás edificios, pasan a ser propiedad del jefe conquistador, quien puede disponer de ellos como le plazca. [Después de la caída de Constantinopla] el sultán Mehmet permitió a sus soldados los tres días de pillaje a que tenían derecho. Invadieron la ciudad [...] y asesinaron a todas las personas que encontraron, sin importarles si eran hombres, mujeres o niños. Ríos de sangre corrían por las calles [...]. Pero al fin se mitigó su sed de sangre. Los soldados se dieron cuenta entonces de que los cautivos y los objetos preciosos les reportarían grandes beneficios.

En otros casos se vendía a los vencidos como esclavos, se los exiliaba o se los trataba como dhimmi, es decir, se los toleraba como personas de segunda clase siempre y cuando pagaran un tributo regular.

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